lunes, 22 de febrero de 2016

Carta de un director de un colegio católico.


A veces nos llegan mensajes que nos hacen reflexionar y el que quiero compartir con ustedes el día de hoy es uno de esos. 

Columnista invitado: Pedro Luis Llera (infocatolica.com)

Hace unos meses le pedí ayuda y consejo a un entrañable amigo, a mi venerado amigo don Santiago Valle, que lleva muchos años dirigiendo colegios y, además, es un verdadero hombre de Dios. Le pedí que me diera algún consejo para poder llegar a ser un buen director de colegio. Los principiantes como yo tenemos mucho que aprender de los que saben algo de esto. Y esta es la contestación que don Santiago me envió. Por su interés la comparto con todos ustedes. A los profesores de los colegios católicos les vendría bien leer la carta del señor Valle. Tal vez a alguien le abra los ojos. Creo que a cualquiera que le interese el tema de la educación católica le puede resultar interesante.

Oviedo, 1 de julio de 2015

Querido Pedro:

Me alegra mucho saber que vas a ser director de un Colegio Católico en esas tierras gaditanas: ¡Las vueltas que da la vida! No es un reto fácil. Me halaga que pienses que yo te pueda dar alguna orientación que te pueda resultar de utilidad. No sé si sabré decirte algo que te ayude. Te puedo contar cuál es mi experiencia y cómo pienso yo que tiene que ser un director de un colegio católico que quiera ser fiel a Cristo y a su Iglesia.

Yo no me explico todavía cómo he terminado dirigiendo un colegio. Ciertamente, cuando empecé a estudiar, jamás se me habría pasado por la cabeza. Yo quería ser profesor de literatura (como tú). Esa era y es mi vocación desde un punto de vista puramente profesional. Y cuando mejor me lo paso, cuando estoy en mi salsa, es cuando estoy en clase con mis veintitantos adolescentes analizando oraciones o haciendo comentarios de texto (ellos sospecho que no disfrutan tanto).

El caso es que, después de no sé cuántas jornadas de formación de directivos; de cursos sobre calidad educativa, sobre recursos humanos, sobre legislación educativa; sobre metodología, evaluación, tutoría, atención a la diversidad, enseñanza cooperativa, aplicación de nuevas tecnologías y muchos otros asuntos – todos ellos muy sesudos –, he llegado a una conclusión definitiva: lo único que hace falta para dirigir un colegio católico; lo único realmente importante y relevante es estar en gracia de Dios. Se aprende más rezando delante de un Sagrario, que en todos los cursos que uno pueda recibir. Sólo dejándose empapar por el amor de Dios, se puede amar al prójimo. ¿Y en qué otra cosa consiste dirigir un colegio, sino en amar a los niños, a sus familias, a los profesores y a todo el personal que tienes a tu cargo y a quienes tienes que servir?

Cuando uno se deja mirar por Cristo y el Señor te abre los ojos, eres capaz de verte a ti mismo y de ver a los demás tal como son, tal como somos, tal como Dios nos ve. Y todo cambia. El mundo se ve de otra manera. Ya no hay ricos ni pobres, ni buenos ni malos, ni educados ni analfabetos, ni listos ni torpes. Dios nos ve a todos con ojos de Padre, con una mirada llena de ternura, de compasión, de amor: de un amor excesivo, apasionado, descomunal. Por eso, quien es de Cristo no mira a nadie por encima del hombro. Te das cuenta de que no eres más que nadie, porque ante Dios todos somos iguales. No eres más por tener una carrera o por ocupar un cargo. No soy más que la señora que limpia las clases. No soy más que el padre de familia que sufre el paro. No soy más que el profesor que acaba de empezar a trabajar. No soy más que la madre que trae a su hijo al colegio cada mañana y lo deja a la puerta con un beso. No soy más que el mendigo sin techo que duerme en el cajero automático de un banco o que pide limosna en la calle. No soy más que nadie ni mejor que nadie. Porque Dios nos quiere a todos por igual. Bueno, no. El Señor quiere más a los más pequeños: a los niños inocentes, a los que sufren la enfermedad o el paro; a los más humildes, a los más pobres. Porque los mira con más cariño, con más ternura, con más misericordia. Por eso, los que son de Cristo se vuelcan especialmente con ellos, con los más pequeños. No hay lugar para la soberbia si te dejas mirar por Él. Entonces ya no ves extraños a tu alrededor. Ves a Dios en los ojos de los niños, ves el dolor de Dios en el del padre que no encuentra trabajo para sacar adelante a su familia; ves el sufrimiento de Dios en la madre que lucha contra la enfermedad y sufre por sus hijos; ves a Dios en la madre que sufre el abandono de su marido, o en la mujer maltratada o en el niño que sufre por las humillaciones que le infringe su propio padre. Y entonces, los más pequeños, los más pobres, los que más sufren, son los más grandes. La mirada de Dios invierte la escala social. Dios nos ve al revés de cómo nosotros solemos mirar, porque los más despreciados por el mundo se convierten en los más preciados para Dios. Y todo cambia. Y ya nada puede ser igual que antes. Cuando te conviertes a Cristo, cuando te dejas transformar por Él, tu corazón cambia, tus ojos cambian, tus prioridades cambian. Y ya nada importa más que vivir siempre en gracia de Dios: que ser santo. Y ya no pides nada más a Dios, salvo que te siga haciendo santo cada día un poco más. “Dios mío, no permitas que me aparte nunca de ti”.

Lo que más me sorprende cada día es cuando un profesor agradece “mi cercanía”, cuando me dan las gracias por preocuparme por sus problemas o por alegrarme con sus logros. O cuando una madre o una abuela me da las gracias por consolar a un niño de tres años que llora a la hora de entrar al colegio por las mañanas o cuando alguien da importancia a que me sepa los nombres de muchos de los niños y les dé los buenos días por la mañana. Todo eso no tiene mérito ninguno. Amar a unos niños inocentes y buenos, ¿qué mérito tiene?; preocuparse por los problemas de aquellos a quienes tienes que cuidar y animar, ¿qué tiene de particular? 

“Cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más”, decía San Francisco. Yo valgo muy poca cosa. Ni siquiera me siento digno de dirigir mi colegio. Me parece un honor inmerecido. Quisiera poder hacer más de lo que hago pero no doy para más. Quisiera poder hacer algo para que los padres que no tienen trabajo pudieran ganarse la vida honradamente y con dignidad; pero no puedo. Me gustaría que quienes sufren por las enfermedades se curaran pero tampoco puedo. Me gustaría poner esperanza en quienes están tristes y desalentados. Me gustaría resolver los problemas de mis niños y los de sus familias, pero no puedo. Lo que puedo hacer es rezar todos los días por ellos porque, aunque yo no pueda, el Señor sí puede. Él es Todopoderoso. Me gustaría tener más fe, una fe de esas que mueven montañas y hacen milagros. Pero mi fe es pobre y no llega a tanto. Pero desde mi debilidad y mi impotencia le pido al Señor por todos los que sufren a mi alrededor, que son muchos, y a veces, el Señor me escucha y llega el milagro. Porque los milagros existen.

Voy concluyendo. Un director de un colegio católico debe ser santo, debe vivir en gracia de Dios, debe vivir de rodillas ante el Sagrario. Sé humilde, sirve a todos, ama a todos. No te creas más importante que nadie. No seas prepotente ni soberbio ni vanidoso. El director del colegio no es el primero: es el último; es quien tiene que servir a todos y amar a todos. Es quien tiene que animar, cuidar y proteger a los profesores para que ellos puedan trabajar a gusto y desempeñar su labor de la mejor manera posible. Es quien tiene que animar y valorar al personal no docente para que se den cuenta de lo importante que es su trabajo y no se sientan trabajadores de segunda. El director es quien tiene que escuchar y ayudar a los padres y quien tiene que conocer a sus alumnos y quererlos como son. Porque sin amor no hay educación posible. La filosofía y la teología hay que entenderlas y explicarlas. El amor no requiere explicaciones: todo el mundo entiende el amor sin necesidad de explicaciones. Una caricia a un niño vale más que todo un tratado sobre el amor. Hasta mi perro sabe que lo quiero: y mi perro no piensa. Todo el mundo entiende el lenguaje del amor sin necesidad de discursos ni artículos sesudos. Por eso, predica más con el ejemplo que con las palabras. Pero el amor no se puede comprar en los estancos. No se puede forzar. O te sale de manera natural o no vale: sería pura impostura. Y para amar tienes que beber de la fuente del Amor: tienes que dejarte querer por Cristo. Quien no se deja amar por Cristo delante del Sagrario, no puede amar a sus alumnos ni a sus profesores ni a las familias del Colegio.

Mira… Esto es más sencillo de lo que parece. Todo se resume en amar a Dios y amar al prójimo. Sin Cristo no podemos hacer nada. Pedro, sé santo. Vive en gracia de Dios. Confiésate con frecuencia, llénate de Dios en la Eucaristía, reza ante el Santísimo, adora a Dios, agárrate a la cruz de Cristo. Niégate a ti mismo y síguelo a Él. Si rebosas del Amor de Dios, ese amor anegará a cuantos te rodean. Para ser santo no tienes que hacer nada; no es una cuestión de esfuerzo. Ser santo es dejarse llenar de la gracia de Dios. Déjate hacer por Él. Confía en el Maestro, que Él no te decepcionará ni te dejará de su mano. Abandónate en las manos de Dios y que el Sagrado Corazón de Jesús cambie tu corazón para que seas capaz de amar como Él ama. Nosotros somos del Corazón de Cristo.

¡Ah! Y no te agobies, que te conozco… No pierdas el sentido del humor: reírse, sobre todo de uno mismo, es un ejercicio muy saludable. No somos tan importantes… A veces parece que fuéramos el ombligo del mundo. Nosotros sólo somos pobres trabajadores de la viña del Señor. Hacemos lo que podemos pero la viña es suya.

Espero que estas cuatro letras puedan servirte para reflexionar sobre la misión que Dios te encomienda en tu nuevo colegio. Yo sigo en camino. Ser santo es lo único que le pido al Señor. Reza por mí.

Un abrazo y que Dios te bendiga,

Santiago Valle Balbín

Aquí termina la carta de don Santiago. Que el Señor me haga santo a mí también, que nos haga santos a todos. Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.

PD. Ante las numerosas felicitaciones a don Santiago, que agradezco enormemente, me veo en la necesidad de aclarar que tanto la carta como el supuesto autor de la misma son apócrifos: es literatura. La carta expresa lo que un servidor aconsejaría a un director de un colegio católico. El verdadero autor de la carta soy yo mismo. Y lo que escribo responde a mi propia experiencia, a mi propia manera de entender la dirección de un colegio católico.

lunes, 15 de febrero de 2016

Los tengo que...

Es impresionante ver cómo avanza el tiempo y ahora con el redescubrimiento de las ondas gravitacionales, lo cual abre la posibilidad de viajar en el tiempo, literalmente hablando, como decía la célebre frase de la serie viaje a las estrellas “el espacio será la frontera final”. En mis novelas de “ficción” siempre he dicho que entre la ficción y la realidad hay solo un paso y que lo que hoy llamamos ficción es simplemente el anticipo de lo que tarde que temprano será una realidad. 

Mientras el universo está en constante expansión y los humanos en constante investigación, tarde que temprano nos reencontraremos con realidades que durante siglos hemos tratado de ocultar. Sin embargo ese no es el tema de hoy, dejemos que sean los científicos los que se continúen quemando las pestañas averiguando de dónde venimos y para donde vamos y mejor hablemos de temas un poco más mundanos y no menos controversiales, se trata de “los tengo que…” 

¿Quién no ha dicho alguna vez: Tengo que hacer esto, lo tengo que hacer en tanto tiempo y si no lo hago yo nadie lo hará? Es más, existen personas que se sienten tan importantes que piensan que si mueren el planeta dejara de girar. Lo que no saben ellas es que, muy probablemente el planeta gire un poco más rápido ya que se habrá librado de la pesada carga en que se habían convertido. 

Tal vez me equivoque pero “los tengo que” es lo que hace que más personas desencarnen antes de tiempo. La ansiedad, el estrés - el cual muchas veces se convierte en escinco o quizás más - es lo que más infartos está ocasionando y cuando me refiero a infartos no solo me refiero al corazón sino a las congestionadas vías de muchos países que se ven colapsadas por la cantidad de vehículos conducidos por personas que quieren llegar de primeros y en el menor tiempo posible a sus destinos porque “tienen que…” 

En mi país Colombia se suele decir que “lo único que uno tiene que, es morir” y hasta eso está en entredicho porque gracias a la criocongelación es posible mantener “vivo” o en estado de hibernación a un ser vivo indefinidamente. Es que con esto de los adelantos de la ciencia lo que para nuestros antepasados era ficción, hoy es una realidad.
La pregunta que le quiero hacer hoy amable lector es ¿Qué es lo que tiene que hacer y si no lo hace algo muy malo va a pasar? Por ejemplo: Ir a laborar, ir al médico, conseguir dinero para pagar sus deudas actuales y así poderse endeudar más para comprar cosas con el dinero que no tiene, conquistar al ser amado, orarle a su Dios para buscar el perdón de sus muchos pecados y así lograr salvar su alma, etc. etc. etc. Estoy seguro que la lista de las cosas que “tiene que hacer” es interminable. 

Ahora permítame hacerle con todo respeto otra pregunta ¿Qué pasaría si usted muriera en este preciso momento? Dios no lo quiera. Lo más probable es que a sus “seres queridos” les cause una gran impresión ese hecho, a otros una gran tristeza, otros por el contrario darán gracias a su Dios, ya que podrán disfrutar del dinero que posiblemente usted ahorro con tanto esfuerzo y que nunca gasto porque lo tenía reservado para una ocasión especial o porque consideraba que era pecado darse los lujos que solo el dinero puede dar. Y es que si usted no disfruta de su dinero, sus herederos si lo harán. 

Alguna vez un gran amigo que infortunadamente ya no está en este plano de la existencia, me decía que uno debía ser 50% responsable y 50% irresponsable. Según él, el equilibrio entre la responsabilidad y la irresponsabilidad debía mantenerse, de lo contrario “los tengo que” y los sentimientos de culpa terminaban por apoderarse de nosotros. Debo aclarar que con esto no le estoy diciendo que renuncie a su trabajo, aunque pensándolo bien, si es un trabajo, bien vale la pena que lo haga ya que si desglosamos la palabra trabajo encontraremos que, literalmente hablando, algo está obstaculizando o impidiendo el normal desarrollo. Está trabado, sujeto y ligado por lo bajo, por lo tanto, lo más seguro es que no esté disfrutando de lo que hace. Caso contrario si usted está realizando una labor que le agrada tanto hacerla que a veces siente algo de vergüenza cuando le pagan por hacerla. 

Sea cual sea sus “tengo que…”, le sugiero que los analice un poco más detenidamente y trate en lo posible de cambiarlos por los “quiero…” ya que una cosa es decir “tengo que ir a hacer tal cosa” y otra muy diferente decir “quiero hacer tal cosa”. Si no es posible cambiar el termino tengo por quiero, le aseguro que usted está en el lugar equivocado. La vida es demasiado corta para desperdiciarla haciendo cosas que no nos agradan. El dicho aquel que uno debe amar lo que hace independientemente si le gusta o no, no es del todo cierto, pues tarde que temprano la bomba de tiempo en que se ha convertido esa actividad, explotara y los resultados serán nefastos. 

Mi invitación es a tomar la decisión y ponerse en acción de cambiar “los tengo que… ” por los “quiero… ” le aseguro que cuando usted lo haga, el planeta y todos los que habitamos en él, se lo agradeceremos.

lunes, 1 de febrero de 2016

Dígale NO a las oportunidades

Si nos diéramos cuenta de la importancia y trascendencia de la palabra NO, es muy probable que la utilizaríamos más frecuentemente y así nos evitaríamos cualquier cantidad de dolores de cabeza. Para los que hayan leído el libro del maestro Pablo Coelho, El Alquimista, sabrán de lo que quiero trasmitir en este blog.

El protagonista del libro, Santiago, un joven pastor que cuidaba ovejas cerca de una iglesia abandonada, soñó con un tesoro enterrado cerca de las pirámides de Egipto, he hizo hasta lo imposible por ir en busca de su sueño, curiosamente al llegar al sitio, donde supuestamente estaba el tesoro, el jefe de los ladrones con los cuales se había encontrado en aquel lugar, le dijo que él también había tenido el sueño que debajo del sicomoro que había en la sacristía de un antiguo templo derruido en España, se encontraba un fabuloso tesoro (justo en el sitio en el que el joven Santiago había tenido el sueño), pero que él no estaba dispuesto a cruzar el desierto tras un tonto sueño, lo que sí había hecho Santiago y en el camino había tenido cualquier cantidad de aventuras, había encontrado a Fátima, el amor de su vida y el tesoro que estaba en el lugar que le había indicado el jefe de los ladrones.

¿Cuántas veces hemos ido tras un tesoro, tras un sueño y simplemente renunciamos a él debido a que nos encontramos con oasis u oportunidades que hacen que desistamos del sueño? Antiguamente se decía que hay tres cosas en la vida que no regresan: la flecha lanzada, la palabra dicha y la oportunidad perdida. Sin temor a equivocarme pienso que las oportunidades se dan una y otra vez, de hecho, cada día que amanecemos vivos tenemos la oportunidad de hacer realidad nuestros sueños, de encontrar el tesoro que está escondido precisamente dentro de nosotros mismos. Un tesoro que muy pocos se atreven a buscar porque en su búsqueda nos podríamos encontrar con nosotros mismos y tal vez no estemos preparados para hacerle frente a ese ser maravilloso que existe en el interior de cada ser humano al cual es imposible engañar, nuestro padre Dios, cualquiera sea la idea que tengamos de Él.

Sin embargo como lo afirma Coelho en su libro “es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante” o como le dijera vieja gitana a Santiago “los sueños son el lenguaje de Dios”. Para encontrar el tesoro, hacer realidad nuestros sueños, muchas veces tendremos que decir no a las “oportunidades” que se nos presentan. Oportunidades disfrazadas de soluciones a problemas urgentes pero que nos desvían del objetivo importante de hacer realidad nuestros sueños, de encontrar nuestro tesoro. 

En Génesis 25:27-34 encontramos el siguiente relato bíblico: “Esaú, el cazador, un día vino hambriento, y le pidió a su hermano Jacob el plato de lentejas que estaba comiendo. Jacob le pidió que le vendiera la primogenitura como hijo mayor, a cambio del alimento…” ¿Esta dispuesto(a) usted a vender su sueño, su tesoro, por un plato de lentejas? No lo sé ¡Casos se ven! A mí por ejemplo, desde muy niño me decían mis “seres queridos” que dejara de pensar en escribir y que mejor me dedicara a cosas más productivas como terminar mis estudios y búscame un buen empleo, algo que hice durante la mayor parte de mi vida. ¿El resultado? Frustración y cuantiosas pérdidas económicas y morales ya que me dedique a sobrevivir pero no a vivir mis sueños. 

Hoy día, cuando comienzo a ser un autor reconocido a nivel mundial, me doy cuenta que llueva, truene o relampaguee, es necesario ir tras un sueño que nos motive a realizar aventuras épicas, a buscar tesoros, a caminar caminos que los realistas no se atreven a andar porque serían tildados de locos soñadores. Como decía el filosofo Chino Lao Tse "Un sueño es aquello por lo que estamos dispuestos a dar la vida, lo demás son simples deseos". Lo(a) invito a decirle no a las oportunidades y a luchar por sus sueños.